Fue una noche un tanto clara, mágica. La forma en que su mirada descubría mi imagen, me hacia creer que su corazón no lograba concordar con sus sentidos.
Sin embargo el seguía sosteniendo esas vagas ideas, esas vagas ideas que considero yo, terminaron por olvidarse de lo que su angustiado corazón guardaba en el mas remoto de los silencios. Si, esa ambigua convicción que se le escapaba a veces, cuando nuestros cuerpos se rozaban a oscuras y con un ánimo de desconcierto. O también, como otras veces en que el brillo de sus ojos, esos mismos que, parecían perdidos al momento en que los míos los hallaban temerosos, vacíos. En esos momentos podía sostener con una cierta firmeza que su corazón se había vuelto esclavo de ese incesante resplandecer. De ese incesante resplandecer que acariciaba sus inseguridades y persuadía sus ideas.
Era un ser de luz, sensible, calido. Todo lo absorbía con miedo, porque su universo lo había vuelto un cobarde.
De todas formas no quiero sonar tan despechado, porque sea como sea, quiera o no lo quiera. Su sonrisa fue la que despertó la primavera en mi corazón, en aquella noche de otoño, en la que me encontraba recogiendo amarillentas hojas que los árboles dejaban caer con tanta tristeza.
Y entonces en ese momento, su voz acaricio mis oídos y me despertó de aquella olvidada y triste pena, con la que cargaba mi apasionada y joven alma. Por ello es que trato de mantenerme lo mas lejos que puedo de su voz, de su olor. Porque mi corazón sonríe iluso, pero ya es tarde para seguir regalándole ilusiones. Ya es tarde para la espera, ya es tarde para sentirse vacío.
Y así, de esta forma en la que planteo mis emociones, de esta forma una y mil veces ahogo mis sentidos en una angustiosa resignación. Y vuelvo a reír como un niño, cuando ese humo o esos licores amargos me liberan, y me permiten un escape. Un escape que concluye en una realidad tan sensible, que casi puedo sentirme feliz, que puedo sentirme lejos de lo que mi soledad encuentra al mirarse en los espejos de mi mente.
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